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Sobre la subordinación de la mujer al hombre

13/2/2023

 
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Por José L. González 
 
El Machismo y el Matriarcado no serían posibles si no fuera por la noción nunca declarada pero universalmente asumida de que la mujer debe obedecer al hombre.   
 
La subordinación de la mujer al hombre es uno de los problemas más difíciles de corregir, porque es un problema universal.  Se debe a la combinación del diseño natural, según el cual Dios coloca al hombre en autoridad, como siervo en jefe de su familia, con el efecto universal del pecado que es el desamor entre el hombre y su prójimo.  Esta fatal combinación hace que el ser humano varón se imponga sobre la mujer y cause una desigualdad injusta pero casi universal.  
En nuestra cultura, el machismo, la subordinación de la mujer al hombre, es tan marcada, que nos ha llegado a caracterizar. Tristemente aún en nuestro propio pueblo evangélico latinoamericano, el machismo se expresa en un cristianismo insuficientemente informado. Es que nuestro consenso cultural incluye una visión defectuosa de la mujer, como un ser comparativamente inferior al varón.  
 
Ese error es una “vaca sagrada” creída inconsciente e implícitamente por la inmensa mayoría de nuestra gente, incluyendo hombres y mujeres, cristianos y no.  Y tristemente la iglesia evangélica no lo ha visto ni mucho menos denunciado vigorosamente.  Porque este vicio fundamental de nuestra cultura causa un daño incalculable en los hogares de los creyentes y de toda la nuestra sociedad.  
 
Aceptar, por ejemplo, que el ser humano varón es más importante que la mujer, conlleva una secuela de implicaciones, asombrosamente larga, que reforzada por los ejemplos cotidianos, van inculcándose inconscientemente en la criatura a medida que crece.  Por ejemplo: 
 
  1. Ciertos seres humanos (como el hombre de la casa) son más importantes que otros. Hay que tratarlos de manera diferente a otros (las mujeres y los niños).  Ese trato diferencial se refleja eventualmente en aceptar un doble estándar de conducta y de moralidad: reglas diferentes para hombres y mujeres.
     
  2. Si en la casa es así, otro tanto va a ocurrir en la sociedad, por consecuencia lógica.  Ciertas clases de seres humanos deben ser más importantes que otras: la desigualdad interpersonal se proyecta en la desigualdad social, de clases (de ahí el racismo, clasismo, tribalismo y toda una gama de ideas afines), contrario al Segundo Gran Mandamiento, de “amar al prójimo como a sí mismo.” 

  3. Los que detentan la autoridad tienen más derechos que los demás.  Pueden hacer, prácticamente, lo que quieran, cuando quieran y como quieran.  Nadie puede confrontarlos.  Se pueden imponer sobre los demás, y si encuentran resistencia pueden dominarlos, obligarlos, humillarlos y maltratarlos. 

  4. Los que NO tienen suficiente autoridad, se ven forzados a obedecer, a someterse a regañadientes, a fingir y a buscar escusas para evadir, sobornar o confrontar a la autoridad, cobrándole un precio emocional, político o interpersonal alto, para que los dejen tranquilos o para imponer su propia voluntad.  

  5. La guerra de voluntades entre los que gobiernan el hogar es algo natural y hasta necesario, para que cada cual proteja su interés, y si puede, se salga con la suya.  Incluye una gama infinita de conductas con las que cada uno trata de imponer su voluntad sobre el otro.  La manipulación, el engaño, adular, mimar, preferir, pretender delante una cosa ante los poderosos y otra en su ausencia, todo eso es válido. 
    ​

  6. Los dos polos de autoridad en el hogar tienen sus preferencias, sus divisiones y sus debilidades.  El niño aprende temprano en su hogar a negociar, apelando a quién ir para lograr qué cosa, y a anular la oposición de uno obteniendo el apoyo del otro.        
 
Sin derribar esa verdadera “fortaleza espiritual” que se yergue contra la verdad, en balde podremos discutir la sujeción matrimonial, el rol de la mujer como “ayuda idónea” de su marido y su autoridad como coheredera de la gracia y coadministradora del pacto matrimonial. Necesitamos tener una visión más bíblica, que corrija el error de nuestra la cultura sobre el papel de la mujer en relación con el hombre para poder dialogar provechosamente sobre esos temas. 
 
Como latinos, no nos hemos dado cuenta suficientemente de que nuestra idea cultural de la mujer es de origen pagano y que niega aspectos fundamentales de la enseñanza bíblica sobre la creación.   
 
La tendencia universal de mantener a la mujer subordinada al hombre, tratándola como si fuera un ser inferior es una terrible injusticia pública.  Es universal, y evidente de diferentes maneras en todas las culturas, ya que es el resultado del pecado de Eva, como se lo anuncia Dios en Génesis 3:16b “él se enseñoreará de ti”. Eva logró sobreponer su voluntad sobre Adán, persuadiéndolo a tomar del fruto prohibido, y como consecuencia, Dios le anunció que él, en su estado ahora pecaminoso, se impondría sobre ella de manera abusiva.  Esa no es la voluntad de Dios, sino la consecuencia que Él les anuncia por su pecado. 
 
La subordinación de la mujer al hombre es la más grande y más grave injusticia humana.  Es la más grande porque subordina injustamente la mitad de la población a la otra mitad.  Y es la más grave porque, como las mujeres son las que forman a todos los seres humanos en su infancia, ese modelo injusto se inculca y reproduce, perpetuándolo de generación en generación. 
 
El segundo gran mandamiento es el antídoto que Dios nos ha dado para el egoísmo, el desdén y maltrato del prójimo que el pecado provoca. Y la desigualdad social entre hombres y mujeres viola el mandamiento del amor insistentemente.  En lugar de amar al prójimo en pie de igualdad, “como a sí mismo”, la carne incita al varón a sentirse superior, despreciando a su prójimo mujer. Y lo más terrible es que la mujer es cómplice en este pecado universal de maltrato del prójimo, porque, engañada, cree que eso es así, una realidad inevitable, aunque contradice claramente la Palabra de Dios.   
 
Es necesario restaurar en nuestra cultura la debida posición de la mujer, JUNTO, no subordinada al hombre.  Y esa es tarea de la iglesia, a quien Dios ha encomendado la “renovación del entendimiento” de la sociedad por medio de la Palabra de Dios y ser columna y baluarte de la verdad. 
 
Los cristianos tenemos que reconocer que la desigualdad entre el hombre y la mujer no sólo es una injusticia entre ellos, sino que es una ofensa grave contra Dios porque daña y contradice la “Imago Dei”, la imagen de Dios en la mujer.  No conozco una tarea más importante para nosotros hoy.  Tenemos que restaurar la dignidad con que Dios ha dotado a la mujer, comenzando en nuestro propio hogar y en nuestra propia cultura evangélica, para así poder influir con nuestra prédica respalda por el ejemplo, sobre la cultura popular. 
 
Si no lo hacemos urgentemente, puede llegar a ser demasiado tarde. Las mujeres del mundo han reconocido su subordinación gracias a la integración global de las comunicaciones.  Y animadas por un espíritu de reivindicación justa, se están uniendo contra la imposición masculina de esa desigualdad.  Lamentablemente, no es justicia lo que terminan logrando, sino destruir el orden social, comenzando por la familia.  Se han librado del matrimonio, de la concepción y del embarazo. Pronto se liberarán de cuidar de sus ancianos. Ellas creen que es el “patriarcado” lo que las oprime y que si lo derrocan, serán libres.  No se dan cuenta que los hombres somos también víctimas como ellas, y que sólo juntos, unidos, complementándonos mutuamente en el temor de Dios, podremos derrotar el flagelo de la desigualdad.     

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